Cuando desperté, el embrujo todavía caminaba mi cabeza. Entonces prendí la radiola para volver a escuchar una y cien veces lo que la noche anterior sentí con un poder inusitado.Zaperoco, 11 p.m. de un jueves. Lleno a reventar, no hay por dónde andar y menos dónde bailar. Mientras Ossman revienta salsa brava a la lata, la gente hace lo imposible por seguirla, incluso por respirar. No hay pista pero todos bailan. Mucha gente, digo yo. El asunto es que esto se llenó de negros, dice Medardo y suelta enorme risotada.Y de pronto aparecen seis negros y sus instrumentos en un espacio que parece estirar sin límites. La marimba, el cununo, la tambora, los atriles. Y el timbal y el trombón. Todo es en menos de cuatro metros cuadrados. Es una versión de Bahía. Del Bahía de Hugo Candelario González que todo el tiempo sorprende, aunque uno viviendo aquí, a media hora del pacífico, ya no debía sorprenderse.Es que a uno le tocó vivir a Petronio, a Julián, a Peregoyo y su combo Bacaná. Es que uno conoció los versos de Elcías Martán ( tu sola entre la mar, niña a quien llamo: ola para el naufragio de mis besos, puerto de amor, no sabes que te amo). Y después descubrió a Niche, a Jairo Varela, a Buenaventura y Caney. A Guayacán, a Alexis Lozano y Nino Caicedo, al Vestido Bonito. Y después sufrió las letanías de Germán Patiño por hacer el festival Petronio Álvarez, mientras uno sólo miraba la salsa. Y entonces debió reconocer el valor que hay en las cantaoras que viajaban cinco y más días por ríos y trochas para llegar a esa cita. Y le dio la razón a Patiño.Y luego vivió los éxitos de Niche y Guayacán, causados por la sensualidad y las historias de su Pacífico y de su gente. Y vio nacer a Son de Cali que cumple ocho años. El de Willie y Javier, el de Vos me debés. Y presenció cómo los respetan a todos en el mundo por la salsa que hacen. Y le tocó descubrirse ante la fusión de Choquibtown, una revolución que apenas comienza. Entonces, uno recordó la belleza de las chirimías de Puerto Tejada, con violín y contrabajo en los alabaos. Y encontró que son iguales a las de Quibdó y similares a las que se ven en los barrios de Nueva Orleans. Y le dice a Medardo que mire a esos negros que bailan en Zaperoco. Que en ese baile hay mucho más que la clave cubana, y en esa marimba mucho más que siete notas. Y en el timbal de Wilson Viveros o en el trombón bravero, mucho más que grito de barrio. Allí hay algo que obliga a la gente a subirse a los asientos, a las mesas, a las paredes. Y de pronto uno ve espectadores que cuelgan del techo. Y uno ve cadencia sin límites y decenas de ojos clavados sobre los músicos que hacen magia. Y ve y oye a Candelario haciendo una música que uno no se imagina, como desafiar a los cubanos con el Mambo Chonta. Y pregunta qué es eso. Y por qué en Zaperoco. Y mira a esos bailarines que desafían las leyes del baile, y respiran distinto y enamoran distinto. Ahora ya no le despiertan curiosidad. Ahora le producen envidia. Es el embrujo del Pacífico que está al lado y muchos no quieren ver. Es Hugo Candelario que lo metió en Muletaje, disco fabuloso. En tanto, Mariana Perea le habla al oído a Medardo. De pronto levanta la voz para pronunciar frase inmortal: ¡Sin negro no hay guaguancó! Y se oye de nuevo la risotada memorable de Medardo Arias.
Publicado en el Diario El País, Cali
Por Luis Guillermo Restrepo Satizabal
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